sábado, 12 de julio de 2025

 

Guayana Esequiba: Temeridad procesal de la contraparte

Dr. Abraham Gómez R.

Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua

Asesor de la Fundación Venezuela Esequiba

Miembro del Instituto de Estudios Fronterizos de Venezuela

Presidente del Observatorio Regional de Educación Universitaria (OBREU)

 

De todos es del conocimiento que nuestra delegación diplomática (agente y coagentes) intentó por muchos medios e instrumentos jurídicos (una fue la Excepción Preliminar) para  que la Corte Internacional de Justicia no admitiera la demanda que introdujo Guyana contra Venezuela, el 29 de marzo de 2018, porque consideramos que tal acción no reunía los más mínimos elementos asimilables a un juicio de esta naturaleza y carácter, donde ahora nos encontramos.

No hubo forma ni manera de evitar que la cosa llegara tan lejos.

La Sala abrió el Proceso y se autoconfirió competencia y jurisdicción para examinar integralmente este asunto litigioso.

 

Sin embargo, todavía tenemos la reserva y persiste la inquietud; por cuanto, hay un denso cúmulo de preguntas que para la representación guyanesa han resultado difíciles de explicar por carecer de asideros.

Comencemos. ¿Sobre qué elemento obligacional o compromisorio la excolonia británica ha deducido la Causa de pedir ante el precitado Alto Tribunal de La Haya? ¿El Laudo arbitral que nunca nació a la vida jurídica? o ¿El supuesto acuerdo de demarcación de 1905, derivado del nombrado documento ignominioso firmado en París el 03 de octubre de 1899?

 

Se conoce Suficientemente que cuando se negoció, suscribió y ratificó – a cargo de las delegaciones estatales- el Acuerdo de Ginebra el 17 de febrero de 1966, por   la representación del Reino Unido (Sr. Michael Stewart); así también admitido por el Sr. Forbes Burnham (para entonces, primer ministro de la Guayana Británica) y por nuestro país, el excelso canciller Ignacio Iribarren Borges. En ese acto e instante quedó sepultado –por saecula saeculorum— el laudo tramposo, gestado mediante una tratativa perversa en contra de los legítimos derechos de Venezuela sobre la Guayana Esequiba.

 El “laudo” constituye en sí mismo un forcluído documento. Ineficaz.  Jamás puede llegar a tener la fortaleza de petitorio. Nunca ha tenido la resistencia para ser oponible en nada.

 

Ya hay algunas opiniones, a lo interno del Ente Juzgador, que señalan el desacierto procesal de Guyana, por insistir con el “laudo”; igualmente, señalan que con tales recursos argumentativos jamás ganarían este juicio, en justo derecho.

 No tienen la menor posibilidad jurídica para salir airosos; por eso la desesperación de los representantes de la cancillería guyanesa al ejercer presión a todos los niveles; incluso solicitar a las plataformas Facebook, Instagram y X (antes Twitter) que se abstengan de publicar la cartografía de la Guayana Esequiba en tanto referida como extensión territorial de Venezuela. Por eso no quieren reuniones conforme al Acuerdo de Argyle.

Vistos y analizados así los acontecimientos, calificamos de muy mala fe y de temeridad procesal de Guyana al insistir en sostener su Pretensión, en este juicio, en el reposicionamiento de un Laudo que quedó desterrado – ipso jure-, sin validez.

 

Ellos están impelidos a mostrar y demostrar –en la fase probatoria-- los elementos estructurantes de su pretensión; y hasta el día de hoy no tienen con qué ni cómo.

Todo lo pretendido requiere pruebas, y no las tienen.

Quienes están asesorando a la contraparte deben estar conscientes que en cualquier proceso judicial hay que obligarse a demostrar lo pretendido.

 

Allí lo que ha prevalecido (sobre todo desde el 2015 para acá) es un juego de intereses dinerarios entre los gobiernos de cualquier signo político; llámese del PPP o del CNP y el enjambre de empresas transnacionales que están esquilmando nuestros recursos en el territorio y en su proyección atlántica.

La doctrina nos sigue diciendo que Guyana incurre en un hecho conocido como temeridad procesal.

La conducta que han observado a lo largo del proceso es reiterativa de abuso de la ley y del proceso jurídico, en cuanto tal, con mala fe. Realiza acciones infundadas.

 ¿Cómo se les ocurre afirmar en la interposición judicial contra Venezuela –en procura de acreditación de la Sala Juzgadora-- que el inefable “Laudo” es cosa juzgada y debe configurarse (y aceptarse) como válido y vinculante para nosotros?

 Con esa patraña no nos ganarán jamás, en justo derecho.

 

Nos encontramos ante un hito histórico disyuntivo.

 Estamos obligados a probar, el 11 de agosto de este año,   por ante  la Corte Internacional de Justicia ---desprendidos  de posiciones elusivas, de aprovechamientos ideológicos interesados o reticentes--- un hecho de suma trascendencia para la vida de la nación: la Guayana Esequiba siempre nos ha pertenecido.

La séptima parte de nuestra geografía territorial, 159.500 km2, la que nos arrebataron con vileza, no es poca cosa. Puede corresponderse, en extensión, superior a bastantes países y a mucho más que todo el occidente de Venezuela.

Nuestra contención tiene suficiente asidero jurídico e histórico y la fortaleza moral de saber que no estamos cometiendo ningún acto de deshonestidad contra nadie.

Los reclamos que hemos sostenido, hace más de un siglo, no están anclados en una malcriadez diplomática, capricho nacional o empecinamiento injustificado.

 

domingo, 6 de julio de 2025

 

La civilidad y sus signos sociales

Dr. Abraham Gómez R.

Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua

Presidente del Observatorio Regional de Educación Universitaria (OBREU)

 

“Pretender implantar, en forma artificial, un determinado ordenamiento jurídico

en un grupo social que tiene su estructura y características propias, y por ello, calificado de autóctono, sólo puede conducir a la deslegitimación del propio sistema jurídico”.

                                                   TULIO ALBERTO ALVAREZ. Instituciones políticas. 1998

 

Una seria advertencia, en el inicio de esta reflexión, que quizás abone un poco para dirimir un interesante tópico que por encontrarnos dentro de éste no nos percatamos de su existencia.

Entendamos de una vez por todas que la ciudadanía no está hecha.

Insistamos en dar a conocer que la ciudadanía no se compra en paquete cerrado.

La ciudadanía no es un adminículo de moda para uso eventual y luego desechar a capricho.

Debemos obligarnos a conocer que a la ciudadanía hay que estarla haciendo a cada instante y por más que ejerzamos tal condición ella no se agota, al contrario, se ensancha.

 

 La práctica de la ciudadanía “vive” en un constante devenir: siendo y haciéndose.

Tal vez, haya quien pregunte con bastante ingenuidad: dónde encontrar, aunque sea un pedazo aprovechable de ciudadanía. Por su puesto, la respuesta resulta perpleja; dado que, la ciudadanía aflora en múltiples ámbitos, contestaremos.

Allí, exactamente – en los espacios sociales-  donde los seres humanos hacemos factibles nuestras existencias: la familia en su más amplia acepción (en su “tribu” dirá Maffesoli), la escuela, la calle, las iglesias en sus distintas confesiones, en los sitios laborales.

Además (con no menos influencia) desde, con y a través de los medios de comunicación; en la espontánea socialidad que nace en el transporte público; en fin, en la agregación vivencial. En las redes. En los precitados ámbitos se posibilita y cobra cuerpo la civilidad.

 

Hay elementos que sirven de vectores expeditos para que la asociatividad de los seres humanos se produzca.

Muchos factores gravitan sobre nosotros con la intención de que nos “comunalicemos”.

 

Quizás coincidamos (ya lo hemos dicho en variadas ocasiones) que la cultura constituye el factor más importante que asume la condición necesaria y suficiente que nos vincula como sociedad.

 Luce válido admitir que comunidad, sociedad y cultura crean un tejido indisoluble. Un sistema indesligable. Y siendo tal, si alguno de sus componentes se deteriora, obviamente repercute y afecta de modo severo a los otros dos, que también construyen esa interesante tríada.

 Dicho más claro y directo: cultura-sociedad-comunidad están imbricadas de tal manera que se hace imposible su desanudamiento.

A partir del trasfondo cultural que le es intrínseco, la comunidad y la sociedad adquieren una estrategia de producción material de bienes y servicios, ciertamente, para poder subsistir; al tiempo, que generan las claves simbólicas. Digamos los constructos escolares, su entramado epistemológico, las ideas, escritos, palabras, artes, los contenidos cognitivos para reproducirse.

Como producto de la compenetración de sociedad-cultura-comunidad nacen las cìvitas o ciudades, y por ende la esencia de los atributos y cualidades que nos hacen ciudadanos.

 

 Aunque se tengan las mejores intenciones de diseñar los espacios infraestructurales de las urbes.

Insistamos en señalar, así tengamos la disposición de hacer maravillas en las dimensiones geográficas para las urbes, para que den base a las ciudades y a sus respectivos elementos patrimoniales, sino hay en nosotros suficiente densidad cultural y civilidad de nada valdrán tantos esfuerzos.

Porque por un lado se estarán construyendo y edificando en las ciudades, y por el otro se vendrán destartalando.

 Porque una cosa es arreglar la urbe (asiento físico) y otra distinta y complementaria es la espesura de cultura que portemos. La civilidad que hayamos constituido en cada uno de nosotros.

Otro hecho bastante llamativo es que sólo el sesgo legal nos ha importado cuando tratamos la civilidad. Todo lo pretendemos arreglar con normas jurídicas.

 

Fíjese. Reclamamos de los atropellos que desde muchas partes y diversos motivos y circunstancias se comenten contra nuestra condición de ciudadanos.

Tal reivindicación nos parece muy bien; pero, cómo nos comportamos frente a la sociedad-comunidad.

La ciudadanía debe hacerse con autorregulación, con carácter pacífico y muy responsablemente.

 A la dimensión legal de la ciudadanía debemos sumar la visión filosófica que nos indica el tipo de sociedad que aspiramos construir, el fin último que deseamos alcanzar en la integración social que perseguimos.

 Añádase allí también la dimensión socio-política la cual es el basamento de las prácticas consideradas cotidianas: cooperación en el diseño de las políticas públicas; solicitar que se agranden los derechos humanos, exigir que se cumpla el contrato social que nos damos, participar-dialogar en los eventos de la esfera pública y en sus diferentes instancias; asumir que disfrutar de las libertades y de los beneficios como ciudadanos  no deriva de una concesión graciosa, hay que construirla, con civilidad, a cada instante.