jueves, 17 de mayo de 2012


SIGNOS SOCIALES DE LA CÍVITA.
                      Dr. Abraham Gómez R.

Pretender implantar, en forma artificial,
un determinado ordenamiento jurídico
en un grupo social que tiene  su estructura
y características propias, y por ello, calificado
de autóctono, sólo puede conducir a la
deslegitimación del propio sistema jurídico.
TULIO ALBERTO ALVAREZ. Instituciones políticas. 1998

Una seria advertencia, en el inicio de esta reflexión, quizás  abone un poco para dirimir un interesante tópico que por encontrarnos dentro de éste no nos percatamos de su existencia. Entendamos de de una vez por todas que la ciudadanía no está hecha. Insistamos en dar  a conocer que la ciudadanía no se compra en paquete cerrado.
 Que la ciudadanía no es  un adminículo de moda para uso eventual y luego desechar a capricho. A la ciudadanía hay que estarla haciendo a cada instante y por más que ejerzamos tal condición ella no se agota, al contrario se ensancha. La práctica de la ciudadanía “vive” en un constante devenir: siendo y haciéndose. Dónde encontrar aunque sea un pedazo aprovechable de ciudadanía, puede llegar a preguntarse alguien. Ella  aflora en múltiples ámbitos, responderemos. Allí, exactamente donde los seres humanos hacemos factibles nuestras existencias: la familia en su más amplia acepción (en su “tribu” dirá Maffesoli), la escuela, la calle, las iglesias en sus distintas confesiones, en los espacios laborales. Además (con no menos influencia) desde, con y a través de los medios de comunicación; en  la espontánea socialidad que nace en el transporte público, en fin en la agregación vivencial. Hay elementos que sirven de vectores expeditos para que la asociatividad de los seres humanos se produzca. Muchos  factores gravitan sobre nosotros con la intención de que nos comunalicemos. Tal vez coincidamos (ya lo hemos dicho en variadas ocasiones) que la cultura constituye el factor más importante (que asume la condición necesaria y suficiente) que nos vincula como sociedad. Luce válido admitir que comunidad, sociedad y cultura crean un tejido indisoluble. Un sistema, pues. Y siendo tal, si alguno de sus componentes se deteriora, obviamente repercute y afecta de modo severo a los otros dos, que también construyen esa interesante tríada. Dicho más claro y directo: cultura-sociedad-comunidad están imbricadas de tal manera que se hace imposible su desanudamiento. A partir del trasfondo cultural que le es intrínseco la comunidad y la sociedad adquieren una estrategia de producción material de bienes y servicios, ciertamente, para poder subsistir al tiempo que generan las claves simbólicas:  los constructos escolares, su entramado epistemológico, las ideas, escritos, palabras, artes,  los contenidos cognitivos para reproducirse. Como producto de la compenetración de las  aquéllas tres nacen las cìvitas o ciudades y por ende la esencia de los atributos y cualidades que nos hacen ciudadanos. Aunque se tengan las mejores intenciones de diseñar los espacios de las urbes. Así tengamos la disposición de  hacer maravillas en las dimensiones  geográficas para las urbes,  para que den base a las ciudades y  a sus respectivos elementos patrimoniales sino hay en nosotros suficiente densidad cultural y civilidad de nada valdrán tantos esfuerzos. Por un lado se estará haciendo y por el otro se vendrá destartalando. Una cosa es arreglar la urbe y otro “distinta y complementaria” es la espesura de  cultura que portemos. Otro hecho bastante llamativo es que sólo el sesgo legal nos ha importado cuando tratamos la civilidad. Fíjese, reclamamos  vía  jurídica, los atropellos que desde el Estado se comenten contra nuestra condición de ciudadanos. Tal reivindicación nos parece muy bien. Pero, cómo nos comportamos frente a la sociedad-comunidad. La ciudadanía debe hacerse con autorregulación, con carácter pacífico y muy responsablemente. A la dimensión legal de la ciudadanía debemos sumar la visión filosófica que nos indica el tipo de sociedad que aspiramos construir, el fin último que deseamos alcanzar en la integración social que perseguimos. Añádase allí también la dimensión socio-política la cual es el basamento de las prácticas consideradas cotidianas: cooperación en el diseño de las políticas públicas, solicitar que se agranden los derechos humanos, exigir que se cumpla el contrato social que nos damos, participar-dialogar en los eventos de la esfera pública y en sus diferentes instancias; asumir que disfrutar de las libertades y de los beneficios estatales no deriva de una concesión graciosa de los detentadores del poder.

martes, 8 de mayo de 2012

MUCHO PÀNICO EN LA HUGARQUÌA (I)
Dr. Abraham Gómez R.
Doctorado en Ciencias Sociales UCV
abrahamgom@gmail.com

Serias sospechas de derrumbamiento político atraviesan los intersticios de lo que aún denominan Proceso (pronunciado con menos fuerza). Hay una intuición  que capta en la masa roja la cercanía del descalabro. Nadie lo duda. Ellos mismos  lo perciben e intentan darse ánimos unos con otros, pero la voluntad no basta ante la realidad que los acusa y acecha. La principal característica de tal histeria colectiva es que el desconcierto patológico se manifiesta en un gran número de comilitantes del régimen. Hasta los más recalcitrantes ortodoxos del inefable “socialismo” transpiran los quejidos. Hubo un momento en que parecían invencibles, y a la otra parte de la sociedad, quienes asumimos desde siempre la libertad y la democracia en tanto Principio existencial, antagónica de sus indigestiones ideológicas, nos estuvieron considerando como invisibles. A las más abyectas de las humillaciones fuimos sometidos quienes hemos tenido la legítima y natural actitud de adversar las posiciones oficialistas, no por ultrancismo, sino por avizorar el fraude en las ejecutorias de las políticas públicas en las que nos han pretendido encallejonar este hatajo (con h) de hitlerianos tropicales. Los “planificadores” del gobierno asoman, como mascarón de proa, inflexibilidades en las decisiones. La ineptitud la estuvieron maquillando con arrogancia y soberbia. Fruncían el ceño para espantar las incómodas observaciones de las críticas bien fundamentadas. La autocrítica les resbalaba, se creían  y se la estuvieron dando de autosuficientes.  Únicamente ellos poseían el prodigio, incompartible, de atesorar la verdad absoluta e incuestionable. La deleznable situación del país hoy les retrata la incapacidad a cuerpo entero. Por eso y sólo por ellos es que estamos como estamos: en las peores condiciones sociales y económicas, en la más patética inseguridad jurídica y ciudadana, en un descrédito internacional. Estamos imbuidos en la jamás conocida precariedad ética y moral. Una nación con su extraordinario potencial para el sostenible desarrollo humano integral no merece la abominación causada por parte de estos detentadores circunstanciales del poder. Súmesele la deplorable complicidad, rayana en lo obsequioso, de unos ideólogos resentidos con la Academia, que al no conseguir cartel de donde asirse para experimentar sus inextricables lecturas han encontrado el rojo escenario nacional como lo más propicio para desbaratarse en orgiásticas ideas. La acumulación incontenible e insoportable de errores y desaciertos en todos los ámbitos, sectores y áreas ubica al actual régimen como el peor de la historia contemporánea de Venezuela. Tal vez sea la presente gestión la de menor cualificación en Latinoamérica, a pesar de todos los gastos a espuertas para granjearse, tarifa mediante, los elogios artificiosos de la región. Las expectativas levantadas de justicia social y reivindicación de los pobres constituyen en la actualidad un inmenso fraude. Y precisamente es el cuadro social de los desfavorecidos (refugiados incluidos) el que ya ha trazado las rutas de las justas y contundentes protestas, con lo cual hacen que quienes les ofrecieron un nuevo relato mítico de “dictadura del proletariado” entren en desbandadas. A cada instante afloran las recíprocas acusaciones por inmoralidades y latrocinios. Ya es cotidiano que  se disparen los mecanismos de exclusión y purgas del partido único, oficializado desde las alturas del poder, sin pudor o recato por el Estado de derecho. Una organización política estructurada para someter, silenciar y divulgar un pensamiento adocenado y servil. Se cruzan las emociones de vergüenza y tristeza cuando se percibe la suprema genuflexión y entrega del resto de los poderes públicos ante el Ejecutivo, para no incomodar o importunar los caprichos del “émulo de Zeus”. Creído dios del Olimpo a pesar de las inocultables limitaciones sicofísicas. Y ante la advertencia tangible de su fecha de caducidad, por la vía electoral, democrática, pacífica y constitucional. Esta es la cartilla que no les gusta leer y menos escuchar. A pesar de la fortaleza engañosa que quieren aparentar, en este “desquiciado reinado” ya se cuelan por los más variados resquicios un susto intenso y paralizador, una angustiante confusión porque saben que tienen la obligación, inescurrible, de responder jurídicamente y ante la historia por tantas tropelías y locuras cometidas. Ya saben que está trazada una fecha de caducidad.