SIGNOS
SOCIALES DE LA CÍVITA.
Dr. Abraham Gómez R.
Pretender
implantar, en forma artificial,
un
determinado ordenamiento jurídico
en
un grupo social que tiene su estructura
y
características propias, y por ello, calificado
de autóctono,
sólo puede conducir a la
deslegitimación
del propio sistema jurídico.
TULIO
ALBERTO ALVAREZ. Instituciones políticas. 1998
Una seria
advertencia, en el inicio de esta reflexión, quizás abone un poco para dirimir un interesante
tópico que por encontrarnos dentro de éste no nos percatamos de su existencia.
Entendamos de de una vez por todas que la ciudadanía no está hecha. Insistamos
en dar a conocer que la ciudadanía no se
compra en paquete cerrado.
Que la ciudadanía no es un adminículo de moda para uso eventual y
luego desechar a capricho. A la ciudadanía hay que estarla haciendo a cada
instante y por más que ejerzamos tal condición ella no se agota, al contrario
se ensancha. La práctica de la ciudadanía “vive” en un constante devenir:
siendo y haciéndose. Dónde encontrar aunque sea un pedazo aprovechable de
ciudadanía, puede llegar a preguntarse alguien. Ella aflora en múltiples ámbitos, responderemos.
Allí, exactamente donde los seres humanos hacemos factibles nuestras
existencias: la familia en su más amplia acepción (en su “tribu” dirá
Maffesoli), la escuela, la calle, las iglesias en sus distintas confesiones, en
los espacios laborales. Además (con no menos influencia) desde, con y a través
de los medios de comunicación; en la
espontánea socialidad que nace en el transporte público, en fin en la
agregación vivencial. Hay elementos que sirven de vectores expeditos para que
la asociatividad de los seres humanos se produzca. Muchos factores gravitan sobre nosotros con la
intención de que nos comunalicemos. Tal vez coincidamos (ya lo hemos dicho en
variadas ocasiones) que la cultura constituye el factor más importante (que
asume la condición necesaria y suficiente) que nos vincula como sociedad. Luce
válido admitir que comunidad, sociedad y cultura crean un tejido indisoluble.
Un sistema, pues. Y siendo tal, si alguno de sus componentes se deteriora,
obviamente repercute y afecta de modo severo a los otros dos, que también
construyen esa interesante tríada. Dicho más claro y directo: cultura-sociedad-comunidad
están imbricadas de tal manera que se hace imposible su desanudamiento. A
partir del trasfondo cultural que le es intrínseco la comunidad y la sociedad
adquieren una estrategia de producción material de bienes y servicios,
ciertamente, para poder subsistir al tiempo que generan las claves simbólicas: los constructos escolares, su entramado
epistemológico, las ideas, escritos, palabras, artes, los contenidos cognitivos para reproducirse.
Como producto de la compenetración de las aquéllas tres nacen las cìvitas o ciudades y
por ende la esencia de los atributos y cualidades que nos hacen ciudadanos.
Aunque se tengan las mejores intenciones de diseñar los espacios de las urbes.
Así tengamos la disposición de hacer
maravillas en las dimensiones geográficas
para las urbes, para que den base a las
ciudades y a sus respectivos elementos
patrimoniales sino hay en nosotros suficiente densidad cultural y civilidad de
nada valdrán tantos esfuerzos. Por un lado se estará haciendo y por el otro se
vendrá destartalando. Una cosa es arreglar la urbe y otro “distinta y
complementaria” es la espesura de
cultura que portemos. Otro hecho bastante llamativo es que sólo el sesgo
legal nos ha importado cuando tratamos la civilidad. Fíjese, reclamamos vía jurídica,
los atropellos que desde el Estado se comenten contra nuestra condición de
ciudadanos. Tal reivindicación nos parece muy bien. Pero, cómo nos comportamos
frente a la sociedad-comunidad. La ciudadanía debe hacerse con autorregulación,
con carácter pacífico y muy responsablemente. A la dimensión legal de la
ciudadanía debemos sumar la visión filosófica que nos indica el tipo de
sociedad que aspiramos construir, el fin último que deseamos alcanzar en la
integración social que perseguimos. Añádase allí también la dimensión
socio-política la cual es el basamento de las prácticas consideradas
cotidianas: cooperación en el diseño de las políticas públicas, solicitar que
se agranden los derechos humanos, exigir que se cumpla el contrato social que
nos damos, participar-dialogar en los eventos de la esfera pública y en sus
diferentes instancias; asumir que disfrutar de las libertades y de los
beneficios estatales no deriva de una concesión graciosa de los detentadores
del poder.