domingo, 2 de marzo de 2025

 

Guayana Esequiba: No le estamos quitando nada a nadie

Dr. Abraham Gómez R.

Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua

Asesor de la Fundación Venezuela Esequiba

Miembro del Instituto de Estudios Fronterizos de Venezuela

Presidente del Observatorio Regional de Educación Universitaria (OBREU)

 

Todo nuestro país está consciente del respeto absoluto y el acatamiento pleno a las normas establecidas en el Derecho Internacional Público.

Nosotros somos, precisamente, los redactores y proponentes del Acuerdo de Ginebra, suscrito el 17 de febrero de 1966, a través cual se busca alcanzar una solución práctica y satisfactoria en la controversia que hemos arrastrado por la conocida zona en conflicto, frente a Guyana, por más de un siglo.

Del mismo modo, tenemos claro que en la proyección marítima que genera tal extensión territorial (en pleito) todavía hay que delimitar. Estamos pendiente en ese aspecto.

La contraparte en el litigio debe saber que la delimitación consiste en determinar los límites de la zona de un Estado, en tanto y en cuanto acto con efecto declarativo, entre los concernidos. Nunca aceptado, por consiguiente, como un acto constitutivo realizado por una sola parte, que pretenda atribuirse sin más; sin documentos histórico-jurídicos que respalden su decisión unilateral.

En una atribución constitutiva arbitraria de un Estado frente a otro queda obligado a demostrar la propiedad, mediante la confrontación de títulos de soberanía. Que ellos jamás han poseído.

 La delimitación permite precisar con exactitud el ámbito espacial perteneciente a cada país limítrofe.

Siendo, como en efecto es, el Acuerdo de Ginebra el único documento con pleno vigor jurídico, en ninguna parte concede a Guyana soberanía sobre el área controvertida; a partir de la cual se creerían con derecho sobre el mar territorial que se vincula con las costas esequibanas.

 Menos aún, cuando cursa un juicio, por ante la Corte Internacional de Justicia, al cual debemos comparecer, el 11 de agosto de este año, para la fase de pruebas, si así lo determina el jefe de Estado.

 Hasta que no haya una resolución firme por la citada Sala Juzgadora, nuestra Armada venezolana tiene todo el derecho de resguardar nuestra proyección atlántica (mar territorial, zona contigua y zona económica exclusiva) hasta las (200) millas náuticas.

Somos, además, respetuosos del Acuerdo de Argyle del 14 de diciembre de 2023.

Jamás nuestra Fuerza Armada renunciará al control precautelar sobre nuestros mares por esa zona.

Es una labor permanente de vigilancia, protección y preservación del medio marítimo.

Ya resulta reiterado que en cualquier evento internacional al cual se presenta alguna delegación guyanesa; o donde se alude la contención sobre el Esequibo, los diplomáticos de la contraparte nos exponen al escarnio público como un país avaro, potencialmente rico que pretende despojarlos de “su nación”.

No nos causa extrañeza el modo cómo la cancillería de ese país tuerce los elementos históricos y jurídicos que irrefutablemente han favorecido siempre a Venezuela.

Por ejemplo, con   descaro se atreven a decir que España dejó de tener soberanía sobre el área en discusión, luego de concederles a los holandeses todo ese territorio. Sin especificar, a qué se refieren cuando señalan “todo ese territorio”.

 Frase sumamente infeliz e irresponsable.

Las argumentaciones que han venido utilizando en los medios, en las redes y en eventos mundiales   son falsas y mal intencionadas; por cuanto, una vez que España otorga la independencia a las Provincias Unidas de los Países Bajos, después del Tratado de Münster de 1648, le reconoce las posesiones coloniales denominadas: Berbice y Demerara (más nada), conformadas por una franja territorial, bien delimitada, que va desde la margen derecha del río Esequibo hasta el borde izquierdo del río Corentyne. Menos de 50.000 km2

Testimonios escritos y registrados dan cuenta de lo que aquí exponemos.

Posteriormente, en el año 1814, Holanda le vende, traspasa o arregla con Gran Bretaña esa parte concreta; pero, de modo arbitrario, los ingleses se apoderaron de todo, y trazaron las tramposas Líneas Schomburgk, en 1841, con la aviesa disposición de arrebatarnos la Guayana Esequiba (159.500 km2 ubicados a la margen izquierda del río Esequibo); inclusive, pretendían desgajarnos hasta el Delta del Orinoco y parte del estado Bolívar.

Otro elemento al que debemos prestar plena atención apunta a lo que exponen abiertamente los funcionarios del gobierno guyanés, en comparsa con los representantes de las empresas transnacionales.

Veamos. Han tenido el atrevimiento de divulgar que el Acuerdo de Ginebra de 1966 no los limita a ellos para explorar, explotar y comercializar, directa o indirectamente, con los múltiples recursos de las áreas, terrestres y marítimas correspondientes al Esequibo, porque ellos han “permanecido” en esa zona.

Están envalentonados y creen que, en la controversia ya en vía jurisdiccional que sostiene esa nación con Venezuela, la Corte Internacional de Justicia sentenciará a favor de la excolonia británica; y según vociferan, la citada Sala dará por terminado el pleito de la Guayana Esequiba, y decidirá este litigioso asunto como “cosa juzgada”.

Que prueben primero, cómo hicieron para ocupar esa inmensa extensión territorial.

No nos cansamos de estar denunciando, incansablemente, toda descarada manipulación.

Hay que salirle al paso a las maniobras y componendas internacionales

 

sábado, 1 de marzo de 2025

 

La civilidad y sus signos sociales

Dr. Abraham Gómez R.

Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua

Presidente del Observatorio Regional de Educación Universitaria (OBREU)

 

Pretender implantar, en forma artificial, un determinado ordenamiento jurídico

en un grupo social que tiene su estructura y características propias, y por ello, calificado de autóctono, sólo puede conducir a la deslegitimación del propio sistema jurídico”.

TULIO ALBERTO ALVAREZ. Instituciones políticas. 1998

 

Una seria advertencia, en el inicio de esta reflexión, que quizás abone un poco para dirimir un interesante tópico que por encontrarnos dentro de éste no nos percatamos de su existencia.

Entendamos de una vez por todas que la ciudadanía no está hecha.

Insistamos en dar a conocer que la ciudadanía no se compra en paquete cerrado.

La ciudadanía no es un adminículo de moda para uso eventual y luego desechar a capricho.

Debemos obligarnos a conocer que a la ciudadanía hay que estarla haciendo a cada instante y por más que ejerzamos tal condición ella no se agota, al contrario, se ensancha.

 

 La práctica de la ciudadanía “vive” en un constante devenir: siendo y haciéndose.

Tal vez, haya quien pregunte con bastante ingenuidad: dónde encontrar, aunque sea un pedazo aprovechable de ciudadanía. Por su puesto, la respuesta resulta perpleja; dado que, la ciudadanía aflora en múltiples ámbitos, contestaremos.

Allí, exactamente – en los espacios sociales-  donde los seres humanos hacemos factibles nuestras existencias: la familia en su más amplia acepción (en su “tribu” dirá Maffesoli), la escuela, la calle, las iglesias en sus distintas confesiones, en los sitios laborales.

Además (con no menos influencia) desde, con y a través de los medios de comunicación; en la espontánea socialidad que nace en el transporte público; en fin, en la agregación vivencial. En los precitados ámbitos se posibilita y cobra cuerpo la civilidad.

 

Hay elementos que sirven de vectores expeditos para que la asociatividad de los seres humanos se produzca.

Muchos factores gravitan sobre nosotros con la intención de que nos “comunalicemos”.

 

Quizás coincidamos (ya lo hemos dicho en variadas ocasiones) que la cultura constituye el factor más importante que asume la condición necesaria y suficiente que nos vincula como sociedad.

 Luce válido admitir que comunidad, sociedad y cultura crean un tejido indisoluble. Un sistema indesligable. Y siendo tal, si alguno de sus componentes se deteriora, obviamente repercute y afecta de modo severo a los otros dos, que también construyen esa interesante tríada.

 Dicho más claro y directo: cultura-sociedad-comunidad están imbricadas de tal manera que se hace imposible su desanudamiento.

A partir del trasfondo cultural que le es intrínseco, la comunidad y la sociedad adquieren una estrategia de producción material de bienes y servicios, ciertamente, para poder subsistir; al tiempo, que generan las claves simbólicas. Digamos los constructos escolares, su entramado epistemológico, las ideas, escritos, palabras, artes, los contenidos cognitivos para reproducirse.

Como producto de la compenetración de sociedad-cultura-comunidad nacen las cìvitas o ciudades, y por ende la esencia de los atributos y cualidades que nos hacen ciudadanos.

 

 Aunque se tengan las mejores intenciones de diseñar los espacios infraestructurales de las urbes.

Insistamos en señalar, así tengamos la disposición de hacer maravillas en las dimensiones geográficas para las urbes, para que den base a las ciudades y a sus respectivos elementos patrimoniales, sino hay en nosotros suficiente densidad cultural y civilidad de nada valdrán tantos esfuerzos.

Porque por un lado se estarán construyendo y edificando en las ciudades, y por el otro se vendrán destartalando.

 Porque una cosa es arreglar la urbe (asiento físico) y otra distinta y complementaria es la espesura de cultura que portemos. La civilidad que hayamos constituido en cada uno de nosotros.

Otro hecho bastante llamativo es que sólo el sesgo legal nos ha importado cuando tratamos la civilidad. Todo lo pretendemos arreglar con normas jurídicas.

 

Fíjese. Reclamamos de los atropellos que desde muchas partes y diversos motivos y circunstancias se comenten contra nuestra condición de ciudadanos.

Tal reivindicación nos parece muy bien; pero, cómo nos comportamos frente a la sociedad-comunidad.

La ciudadanía debe hacerse con autorregulación, con carácter pacífico y muy responsablemente.

 A la dimensión legal de la ciudadanía debemos sumar la visión filosófica que nos indica el tipo de sociedad que aspiramos construir, el fin último que deseamos alcanzar en la integración social que perseguimos.

 Añádase allí también la dimensión socio-política la cual es el basamento de las prácticas consideradas cotidianas: cooperación en el diseño de las políticas públicas; solicitar que se agranden los derechos humanos, exigir que se cumpla el contrato social que nos damos, participar-dialogar en los eventos de la esfera pública y en sus diferentes instancias; asumir que disfrutar de las libertades y de los beneficios como ciudadanos  no deriva de una concesión graciosa, hay que construirla, con civilidad, a cada instante.

 

               La civilidad y sus signos sociales

Dr. Abraham Gómez R.

Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua

Presidente del Observatorio Regional de Educación Universitaria (OBREU)

 

Pretender implantar, en forma artificial, un determinado ordenamiento jurídico

en un grupo social que tiene su estructura y características propias, y por ello, calificado de autóctono, sólo puede conducir a la deslegitimación del propio sistema jurídico”.

                                                   TULIO ALBERTO ALVAREZ. Instituciones políticas. 1998

 

Una seria advertencia, en el inicio de esta reflexión, que quizás abone un poco para dirimir un interesante tópico que por encontrarnos dentro de éste no nos percatamos de su existencia.

Entendamos de una vez por todas que la ciudadanía no está hecha.

Insistamos en dar a conocer que la ciudadanía no se compra en paquete cerrado.

La ciudadanía no es un adminículo de moda para uso eventual y luego desechar a capricho.

Debemos obligarnos a conocer que a la ciudadanía hay que estarla haciendo a cada instante y por más que ejerzamos tal condición ella no se agota, al contrario, se ensancha.

 

 La práctica de la ciudadanía “vive” en un constante devenir: siendo y haciéndose.

Tal vez, haya quien pregunte con bastante ingenuidad: dónde encontrar, aunque sea un pedazo aprovechable de ciudadanía. Por su puesto, la respuesta resulta perpleja; dado que, la ciudadanía aflora en múltiples ámbitos, contestaremos.

Allí, exactamente – en los espacios sociales-  donde los seres humanos hacemos factibles nuestras existencias: la familia en su más amplia acepción (en su “tribu” dirá Maffesoli), la escuela, la calle, las iglesias en sus distintas confesiones, en los sitios laborales.

Además (con no menos influencia) desde, con y a través de los medios de comunicación; en la espontánea socialidad que nace en el transporte público; en fin, en la agregación vivencial. En los precitados ámbitos se posibilita y cobra cuerpo la civilidad.

 

Hay elementos que sirven de vectores expeditos para que la asociatividad de los seres humanos se produzca.

Muchos factores gravitan sobre nosotros con la intención de que nos “comunalicemos”.

 

Quizás coincidamos (ya lo hemos dicho en variadas ocasiones) que la cultura constituye el factor más importante que asume la condición necesaria y suficiente que nos vincula como sociedad.

 Luce válido admitir que comunidad, sociedad y cultura crean un tejido indisoluble. Un sistema indesligable. Y siendo tal, si alguno de sus componentes se deteriora, obviamente repercute y afecta de modo severo a los otros dos, que también construyen esa interesante tríada.

 Dicho más claro y directo: cultura-sociedad-comunidad están imbricadas de tal manera que se hace imposible su desanudamiento.

A partir del trasfondo cultural que le es intrínseco, la comunidad y la sociedad adquieren una estrategia de producción material de bienes y servicios, ciertamente, para poder subsistir; al tiempo, que generan las claves simbólicas. Digamos los constructos escolares, su entramado epistemológico, las ideas, escritos, palabras, artes, los contenidos cognitivos para reproducirse.

Como producto de la compenetración de sociedad-cultura-comunidad nacen las cìvitas o ciudades, y por ende la esencia de los atributos y cualidades que nos hacen ciudadanos.

 

 Aunque se tengan las mejores intenciones de diseñar los espacios infraestructurales de las urbes.

Insistamos en señalar, así tengamos la disposición de hacer maravillas en las dimensiones geográficas para las urbes, para que den base a las ciudades y a sus respectivos elementos patrimoniales, sino hay en nosotros suficiente densidad cultural y civilidad de nada valdrán tantos esfuerzos.

Porque por un lado se estarán construyendo y edificando en las ciudades, y por el otro se vendrán destartalando.

 Porque una cosa es arreglar la urbe (asiento físico) y otra distinta y complementaria es la espesura de cultura que portemos. La civilidad que hayamos constituido en cada uno de nosotros.

Otro hecho bastante llamativo es que sólo el sesgo legal nos ha importado cuando tratamos la civilidad. Todo lo pretendemos arreglar con normas jurídicas.

 

Fíjese. Reclamamos de los atropellos que desde muchas partes y diversos motivos y circunstancias se comenten contra nuestra condición de ciudadanos.

Tal reivindicación nos parece muy bien; pero, cómo nos comportamos frente a la sociedad-comunidad.

La ciudadanía debe hacerse con autorregulación, con carácter pacífico y muy responsablemente.

 A la dimensión legal de la ciudadanía debemos sumar la visión filosófica que nos indica el tipo de sociedad que aspiramos construir, el fin último que deseamos alcanzar en la integración social que perseguimos.

 Añádase allí también la dimensión socio-política la cual es el basamento de las prácticas consideradas cotidianas: cooperación en el diseño de las políticas públicas; solicitar que se agranden los derechos humanos, exigir que se cumpla el contrato social que nos damos, participar-dialogar en los eventos de la esfera pública y en sus diferentes instancias; asumir que disfrutar de las libertades y de los beneficios como ciudadanos  no deriva de una concesión graciosa, hay que construirla, con civilidad, a cada instante.