jueves, 16 de junio de 2011

         Viejas costuras en el “Buen Vivir”
                  Dr. Abraham Gómez R.                  

El orden económico y social y su progresivo
desarrollo deben subordinarse a las personas,
 y no al revés. No es posible construir un orden
que no tenga  a la persona como centro, que no
esté al servicio del hombre, que no se funde
o tenga como base la verdad, la justicia y el amor.

 PAULO VI.  GAUDEIUM ET SPES.
Encíclica papal. Concilio Vaticano II, 1965.

Cada cierto tiempo, conforme han ido apocándose las dosis de credibilidad y confianza, escuchamos con mayor o menor estridencia la presentación de un renovado plan  o programa para poner “al país en marcha”. De casi todo se ha dicho. Los inflados e impactantes ofrecimientos han recorrido diversos escenarios. Dígame aquello que nombraban  gallineros verticales o producción organopónica. Ambas ideas de ingrata recordación por estrafalarias. No hace falta ser muy inteligente para saber que nos encontramos  en un profundo atolladero.Que mientras otras naciones han logrado dejar atrás con suprema audacia las crisis recientemente confrontadas, y hoy ya están en franca recuperación, aún nosotros estamos sumergidos en ese piélago de indecisiones y desaciertos. Tal vez la penuria mayor que nos asfixia como sociedad sea la marcada fractura. Estamos escindidos en dos mitades hasta ahora irreconciliables. Dejemos a un lado las hipocresías y empecemos a  aceptar esta triste realidad que nos flagela. Lo que llegamos a pensar sobre nosotros mismos constituye una parte “tangible” de lo que verdaderamente somos. Admitamos con humildad el mal que nos aqueja para que a partir de allí encontremos las alternativas de solución. Vamos a detenernos, con brevedad, en el siguiente análisis: únicamente con el anuncio y asomo  de los rasgos sobresalientes del plan de “Desarrollo Endógeno” una inmensa mayoría poblacional ancló sus esperanzas, por cuanto abría la posibilidad de satisfacer las necesidades  básicas que tenemos apelando a la participación prospectiva de la comunidad, además con  suficiente celos en el cuidado del medio ambiente. Al tiempo que se echaban las bases para la implantación de un modelo socio-económico a través del cual los ciudadanos desplegarían sus propias propuestas y potencialidades. Con el renombrado “Desarrollo Endógeno” las metas trascenderían desde lo local-comunal hacia arriba, en perspectiva del resto del país y del mundo. Desde cuándo hemos estado escuchando la obligación de “sembrar el petróleo”. Esta pudo haber sido, entonces, la ocasión para diversificar nuestra economía, estimulada con la participación autogestionaria y propuestas serias de diferentes formas de propiedad, de relaciones de producción y de consumo urbano-rural. Augurábamos, con ese plan nacional nonato, que cada región transformara sus ventajas comparativas (recursos naturales y ubicación geográfica) en ventajas competitivas como vía expedita para multiplicar el empleo productivo, el bienestar social y garantizar la calidad de vida. Bastante desquiciado será quien se oponga a un desarrollo desde dentro del país. Pero tampoco hay que ser tan idiotas para no reconocer la frustración y desilusión que atravesamos. Nuestra estrategia de desarrollo nacional (no hablamos de  crecimiento) debe ser mucho más complejo que crear   dispersos núcleos de desarrollo endógenos, por el mero interés partidario y para el aprovechamiento ideológico. A lo mejor si dejáramos  a un lado los pesados fardos  llenos de mezquindades podemos hacer conciencia del recurso que nos prodigó la naturaleza, aparejado al talento humano que concretamos como país en un crisol de posibilidades. Tal vez, entonces, encontremos la vía que procure entre nosotros la construcción de una sociedad con ética de sustentabilidad, con sentido de equidad. La humanidad ha dado lecciones singulares al respecto. Ha habido sociedades que se han logrado reencauzar  con sólo darse el reconocimiento respetuoso de las diferencias que de modo intrínseco poseen sus ciudadanos. La comunidad política que persigue en esencia el bien común debe estar basada en la legitimidad para que prospere la justicia.

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