sábado, 15 de octubre de 2011

SIGNOS SOCIALES DE LA CÍVITA.
                      Dr. Abraham Gómez R.

Pretender implantar, en forma artificial,
un determinado ordenamiento jurídico
en un grupo social que tiene  su estructura
y características propias, y por ello, calificado
de autóctono, sólo puede conducir a la
deslegitimación del propio sistema jurídico.
TULIO ALBERTO ALVAREZ. Instituciones políticas. 1998

Una seria advertencia, en el inicio de esta reflexión, quizás  abone un poco para dirimir un interesante tópico que por encontrarnos dentro de éste no nos percatamos de su existencia. Entendamos de de una vez por todas que la ciudadanía no está hecha. Insistamos en dar  a conocer que la ciudadanía no se compra en paquete cerrado.
 Que la ciudadanía no es  un adminículo de moda para uso eventual y luego desechar a capricho. A la ciudadanía hay que estarla haciendo a cada instante y por más que ejerzamos tal condición ella no se agota, al contrario se ensancha. La práctica de la ciudadanía “vive” en un constante devenir: siendo y haciéndose. Dónde encontrar aunque sea un pedazo aprovechable de ciudadanía, puede llegar a preguntarse alguien. Ella  aflora en múltiples ámbitos, responderemos. Allí, exactamente donde los seres humanos hacemos factibles nuestras existencias: la familia en su más amplia acepción (en su “tribu” dirá Maffesoli), la escuela, la calle, las iglesias en sus distintas confesiones, en los espacios laborales. Además (con no menos influencia) desde, con y a través de los medios de comunicación; en  la espontánea socialidad que nace en el transporte público, en fin en la agregación vivencial. Hay elementos que sirven de vectores expeditos para que la asociatividad de los seres humanos se produzca. Muchos  factores gravitan sobre nosotros con la intención de que nos comunalicemos. Tal vez coincidamos (ya lo hemos dicho en variadas ocasiones) que la cultura constituye el factor más importante (que asume la condición necesaria y suficiente) que nos vincula como sociedad. Luce válido admitir que comunidad, sociedad y cultura crean un tejido indisoluble. Un sistema, pues. Y siendo tal, si alguno de sus componentes se deteriora, obviamente repercute y afecta de modo severo a los otros dos, que también construyen esa interesante tríada. Dicho más claro y directo: cultura-sociedad-comunidad están imbricadas de tal manera que se hace imposible su desanudamiento. A partir del trasfondo cultural que le es intrínseco la comunidad y la sociedad adquieren una estrategia de producción material de bienes y servicios, ciertamente, para poder subsistir al tiempo que generan las claves simbólicas:  los constructos escolares, su entramado epistemológico, las ideas, escritos, palabras, artes,  los contenidos cognitivos para reproducirse. Como producto de la compenetración de las  aquéllas tres nacen las cìvitas o ciudades y por ende la esencia de los atributos y cualidades que nos hacen ciudadanos. Aunque se tengan las mejores intenciones de diseñar los espacios de las urbes. Así tengamos la disposición de  hacer maravillas en las dimensiones  geográficas para las urbes,  para que den base a las ciudades y  a sus respectivos elementos patrimoniales sino hay en nosotros suficiente densidad cultural y civilidad de nada valdrán tantos esfuerzos. Por un lado se estará haciendo y por el otro se vendrá destartalando. Una cosa es arreglar la urbe y otro “distinta y complementaria” es la espesura de  cultura que portemos. Otro hecho bastante llamativo es que sólo el sesgo legal nos ha importado cuando tratamos la civilidad. Fíjese, reclamamos  vía  jurídica, los atropellos que desde el Estado se comenten contra nuestra condición de ciudadanos. Tal reivindicación nos parece muy bien. Pero, cómo nos comportamos frente a la sociedad-comunidad. La ciudadanía debe hacerse con autorregulación, con carácter pacífico y muy responsablemente. A la dimensión legal de la ciudadanía debemos sumar la visión filosófica que nos indica el tipo de sociedad que aspiramos construir, el fin último que deseamos alcanzar en la integración social que perseguimos. Añádase allí también la dimensión socio-política la cual es el basamento de las prácticas consideradas cotidianas: cooperación en el diseño de las políticas públicas, solicitar que se agranden los derechos humanos, exigir que se cumpla el contrato social que nos damos, participar-dialogar en los eventos de la esfera pública y en sus diferentes instancias; asumir que disfrutar de las libertades y de los beneficios estatales no deriva de una concesión graciosa de los detentadores del poder.

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