Costuras mal tejidas en el “buen vivir”
Dr.
Abraham Gómez R.
Cada cierto tiempo, conforme han ido apocándose las dosis
de credibilidad y confianza, escuchamos con mayor o menor estridencia la
presentación de un renovado plan o
programa para poner “al país en marcha”. De casi todo se ha dicho. Los inflados
e impactantes ofrecimientos han recorrido diversos escenarios. Hoy asoman, como algo extraordinario los
huertos o sembradíos urbanos. Ayer, no hace mucho, la maravilla era lo que nombraban gallineros verticales o producción
organopónica. Ambas ideas de ingrata recordación por estrafalarias. No hace
falta ser muy inteligente para saber que nos encontramos en un profundo atolladero.Que mientras otras
naciones han logrado dejar atrás con suprema audacia las crisis recientemente
confrontadas, y hoy ya están en franca recuperación, aún nosotros estamos
sumergidos en ese piélago de indecisiones y desaciertos. Tal vez la penuria
mayor que nos asfixia como sociedad sea la marcada fractura. Estamos escindidos
en dos mitades hasta ahora irreconciliables. Dejemos a un lado las hipocresías
y empecemos a aceptar esta triste
realidad que nos flagela. Lo que llegamos a pensar sobre nosotros mismos
constituye una parte “tangible” de lo que verdaderamente somos. Admitamos con
humildad el mal que nos aqueja para que a partir de allí encontremos las
alternativas de solución. Vamos a detenernos, con brevedad, en el siguiente
análisis: únicamente con el anuncio y asomo
de los rasgos sobresalientes del plan de “Desarrollo Endógeno” una
inmensa mayoría poblacional ancló sus esperanzas, por cuanto abría la
posibilidad de satisfacer las necesidades
básicas que tenemos apelando a la participación prospectiva de la
comunidad, además con suficiente celos
en el cuidado del medio ambiente. Al tiempo que se echaban las bases para la
implantación de un modelo socio-económico a través del cual los ciudadanos
desplegarían sus propias propuestas y potencialidades. Con el renombrado
“Desarrollo Endógeno” las metas trascenderían desde lo local-comunal hacia
arriba, en perspectiva del resto del país y del mundo. Desde cuándo hemos
estado escuchando la obligación de “sembrar el petróleo”. Esta pudo haber sido,
entonces, la ocasión para diversificar nuestra economía, estimulada con la
participación autogestionaria y propuestas serias de diferentes formas de
propiedad, de relaciones de producción y de consumo urbano-rural. Augurábamos,
con ese plan nacional nonato, que cada región transformara sus ventajas
comparativas (recursos naturales y ubicación geográfica) en ventajas
competitivas como vía expedita para multiplicar el empleo productivo, el
bienestar social y garantizar la calidad de vida. Bastante desquiciado será
quien se oponga a un desarrollo desde dentro del país. Pero tampoco hay que ser
tan idiotas para no reconocer la frustración y desilusión que atravesamos. Nuestra
estrategia de desarrollo nacional (no hablamos de crecimiento) debe ser mucho más complejo que
crear dispersos núcleos de desarrollo endógenos, por
el mero interés partidario y para el aprovechamiento ideológico. A lo mejor si
dejáramos a un lado los pesados
fardos llenos de mezquindades podemos
hacer conciencia del recurso que nos prodigó la naturaleza, aparejado al talento
humano que concretamos como país en un crisol de posibilidades. Tal vez,
entonces, encontremos la vía que procure entre nosotros la construcción de una
sociedad con ética de sustentabilidad, con sentido de equidad. La humanidad ha
dado lecciones singulares al respecto. Ha habido sociedades que se han logrado
reencauzar con sólo darse el
reconocimiento respetuoso de las diferencias que de modo intrínseco poseen sus ciudadanos.
La comunidad política que persigue en esencia el bien común debe estar basada
en la legitimidad para que prospere la justicia.
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