Dr. Abraham Gómez R.
No hay excusa que valga para, quienes somos hechuras y estamos comprometidos con la academia, pretender escurrir el obligado debate y la plural confrontación que abra horizontes y despliegue nuevas miradas por el futuro de la universidad. Parece un atrevimiento teñido de audacia que escrutemos a la universidad desde sus interioridades. Eso es lo hermoso. Aunque produzca vértigos. Quiénes más sino nosotros, en sentido genérico para reconocer, luego del diagnóstico más descarnado, que la Universidad ha devenido en una estructura conservadora, que poco o nada ha hecho para ir adaptando sus mecanismos, y procedimientos conforme a las exigencias de los tiempos actuales, con lo cual admitimos que las realidades externas llevan un ritmo de aceleración superior, en todo, valga decir hasta para la construcción de conocimientos. Seamos autocríticos y aceptemos que las universidades se han vuelto endogámicas. No temamos en reconocer que las instituciones universitarias sólo han tenido tímidos intentos para crecer y reproducirse únicamente hacia adentro. Añadimos, con tristeza, que casi no conseguimos escenarios serios para la confrontación. En su mayoría esos ámbitos del combate de ideas y del discernimiento de pensamientos son campos vacíos de espíritu creativo o trincheras de la politiquería y la descalificación. Las teorías o aproximaciones que persiguen dar cuenta de un fenómeno de la realidad de que se trate, en la universidad no son más que tautologías, repeticiones. Problematizaciones planteadas en contextos pasados, curados con sus propios “medicamentos sociales”. Asuntos dirimidos ya con mucha anterioridad. Acaso es mentira que nuestras universidades sufren de entrabamientos burocráticos. Que están aquejadas de una deplorable desestructuración en su organicidad y en su conexión externa. Que están demasiado ideologizadas. Que la descontextualización en que se encuentran las ha hecho perder pertinencia social, y como consecuencia pertenencia e identidad en su mundo de vida. Con este diagnóstico, que bordea el catastrofismo, y porque anhelamos a la Universidad en constante combate, sin entregas obsequiosas al poder, se asoman variadas opciones: dejar que algunos se sigan haciendo los locos. Otros tantos que pasen displicentes, indiferentes como que la cosa no fuera con ellos. Contemplar a los huidizos en estampida, esos quienes dejan el asunto para que los demás lo resuelvan, y una considerable pléyade que deseamos encararlo comprometidamente. Hacerle frente. Reimpulsar el espíritu crítico, pero resulta que cada vez que se ha intentado abrir los ojos para ver en el atolladero en que se encuentra la Universidad , a alguien se le ocurre que hay que nombrar una comisión de reforma universitaria. Esa salida la hemos antagonizado siempre, porque, pensamos que por el camino de la reforma no vamos para ninguna parte. La re-forma lleva implícita la intención de analizar únicamente las formas, los aspectos, los bordes, los esquemas, las apariencias. Y de lo que se trata, con contundencia, es llegar a la raíz del asunto, trastocar y desmontar las lógicas, desanudar las racionalidades con las cuales de han tejido los pensamiento en y desde las universidades. La “perversa invitación” de hoy es para Transformar a la universidad, para que recobre su talante protestatario-reflexivo, toda ella. Transformar es adentrarnos mucho más allá de la forma. La tarea inicial para que operen esos elementos transformacionales deben y tienen que partir de un cambio actitudinal de nosotros. Lo que ha venido aconteciendo es que en nuestras universidades se le confiere casi absoluta legitimación y validación a los saberes que se pesan, que son medibles, a los conocimientos que se someten a comprobación, verificación, contrastación con la realidad empírica. En las universidades se han marginado, tal vez execrado, al momento de construir y constituir los conocimientos, las otras muchas densidades epistémicas. Las emociones, los valores, por ejemplo.
Una iniciativa de transformación para ensanchar la cognoscibilidad en las universidades se obliga a tejer todas las dimensiones inmanentes y trascendentes de los seres humanos.
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