“Enfermedades
de transmisión textual”
Dr. Abraham Gómez R.
Miembro de la Academia Venezolana de la
Lengua
Cada vez se hace más visible e insoportable leer, aunque sea una sencilla
frase, un breve párrafo, y tropezarse con alguna “horrorosidad”.
Genera tristeza y vergüenza
escuchar a alguien, a quien suponemos formado para expresarse adecuadamente,
cometer cualquier cantidad de galimatías y deslices en la pronunciación de las
palabras.
Tampoco pedimos que haya un
permanente ejercicio de erudición y manejo de exquisiteces gramaticales.
Ciertamente, La población no
tiene por qué hablar o escribir como determinan
las Academias. Estas instituciones han sido creadas para describir hechos del
habla; prescribir el uso correcto (y normatizar sin imponer); proscribir al
captar las distorsiones morfosintácticas, o cuando entra en sospecha que hay alejamientos en los actos de habla o en la
lengua, de lo que hemos legitimado como cuerpo social, para que dé siempre esplendor a nuestro idioma.
Tal vez valga un sencillo
ejemplo, para clarificar en este asunto: así como cuando nos disponemos a conducir
un automóvil en vía pública; asumimos a consciencia que hay reglas y normas
preestablecidas que debemos acatar, respetar y obedecer para que el tránsito
fluya; y no seamos, precisamente
nosotros, por torpeza, impericia o atrevimiento quienes provoquemos accidentes funestos con pronósticos
reservados.
La lengua, es una entidad social
y posee, ensimisma, sus propias normas y desenvolvimientos. La persona escoge
si quiere escribir o hablar al garete. La persona decide en su libre albedrío cómo quiere conducirse
lingüísticamente. Su comportamiento debe atenerse, entonces, a las críticas
consecuenciales.
Suficiente gente, por ignorancia o quizás de mala fe,
intenta calificar de cómplices a los
medios de comunicación, a la Red de redes, a los distintos sistemas tecnológicos Multimedia por cuanto,
según ellos, facilitan que los usuarios cometan errores garrafales, insoportables,
al hablar o escribir.
Inadmisible, es como si calificáramos
de arma mortal al bisturí por alguna mala
praxis cometida, con este instrumento, dentro o fuera del quirófano.
Luce imparable y contaminante esta
ola expansiva; ya incorporada en individuos como su manera natural de decir,
hacer y ser. Los textos productos de tales prácticas lingüísticas parecen
signos y síntomas de una patología mucho más acendrada.
El juego de palabras con doble
sentido, y con pésima estructura
redaccional, los comentarios que leemos en la Red, rayanos en vulgaridades se
han vuelto una plaga.
Quienes se hacen nombrar políticos (o con
eufemismo “luchadores sociales”) recurren al vocablo soez para añadir fuerza a
lo que dicen o para compensar su limitado vocabulario y su precariedad
discursiva. Igualmente, en el mundo del espectáculo (en una especialización actual llamada talk-comedy)
los humoristas se valen de “palabrotas” y chistes subidos de tono para
entretener al público. Cada quien escoge la vía y contenido para hacerse
sentir.
Todavía resuena aquella hermosa expresión de Heidegger “La lengua es
la morada del ser”, con la cual nos ha querido señalar, desde siempre, que La categoría
del Ser reside en el uso que hagamos de la lengua, hablada o escrita. Cada ser
humano define su esencia, lo que es, a partir de la constelación del
vocabulario que es capaz de desarrollar, de comunicar: lenguaje escrito,
gestual, oral, de los cuales dependen las expresiones educativas, artísticas,
científicas, económicas, filosóficas, deportivas.
La lengua aloja a nuestro Ser
porque todo lo que decimos o hablamos reside en nuestros pensamientos.
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