La lexicografía de la Deltanidad goza de buena salud (II)
Dr. Abraham Gómez R. |
Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua
Luce apreciable que en cada uno de los ámbitos
profesionales o bajo cualquiera otra circunstancia, donde a un deltano le ha
correspondido desempeñarse fuera de nuestra región pone de manifiesto una serie
de rasgos lingüísticos usados y valorados en nuestra específica comunidad de
hablantes.
El Delta del Orinoco se lleva, a cualquier
parte del mundo, en el corazón; por eso, ya se ha vuelto una agradable
costumbre expresiva mencionar en todas partes la Deltanidad como vocablo común
y legítimo para quienes abrigamos acendradamente nuestra región.
Igualmente nos place bastante que compatriotas
del resto de Venezuela, al momento de referirse a este pedazo de tierra que nos
dimos para vivir, pronuncien con natural acento la categoría Deltanidad.
Por lo pronto diremos, que, al encontrarse esta
nueva palabra en indetenible proceso de construcción, a la Deltanidad la hemos
venido asimilando y definiendo como un concepto superior; que está adquiriendo,
en sí mismo, hermosas claves narrativas que develan y proporcionan en
permanente síntesis las múltiples manifestaciones existenciales de los
deltanos.
La Deltanidad expone y retrata la identidad
como nos damos a conocer.
Digamos, además, que al mencionar Deltanidad se
devela un hermoso “tejido de piel social “que impronta y sella con
espontaneidad nuestras valoraciones, motivaciones, costumbres, conocimientos,
emociones, sensibilidades, mitos, ritos, triunfos y desaciertos.
En resumen, la Deltanidad concita las
respectivas vivencias, sin eludir que también atravesamos carencias.
A partir de la Deltanidad nos hemos permitido
enhebrar nuestras especificidades culturales.
Hay una efervescente imantación colectiva,
inexplicable. Una natural magia telúrica que dimana con el propósito de
entrelazarnos con hilos de emoción.
Cada vez aflora un caudal inagotable y una
riqueza estructurante, en todo el Delta, de un modo particular de ser y decir.
Demostraciones propias de nuestra realidad en este espacio humano de Venezuela.
No somos, tampoco, la excepción. Hacemos la
pertinente advertencia que la concreta manera de significar las cosas en sus
actos de habla también vale para cualquier espacio o comunidad.
Sépase que del mismo modo afloran interesantes
–y suficientemente estudiadas– las formas lexicales en muchos contextos
culturales, regiones y ciudades de Venezuela; porque, el léxico no es un
elemento estático, inamovible o impenetrable por otras corrientes o ajeno a la
copresencia de términos que irrumpen, desplazan a otros con fuerza para
labrarse un sitio idiomático (o dialectal) y asentarse, por algún tiempo.
Hemos disfrutado en nuestro regionalismo
deltano de un bagaje geolectal en incesante crecimiento.
Gracias a la marcada influencia – y cruce
vocabular — de guaraos, esequibanos,
margariteños, guayacitanos, sucrenses, trinitarios, árabes, europeos entre
otras comunidades de hablantes se nos ha ido ensanchando el piso semántico de
la Deltanidad.
Ha sido suficientemente estudiado todo cuanto
hace posible ese exquisito cultivo de relaciones sociales, afectivas y
geográficas.
Se le denomina geolecto a ese mundo de vida, a
través del cual se adquiere e introyecta (se guarda) la lengua natural para los
hablantes de ese lugar; para nutrir su registro de uso común de palabras.
A manera de ejemplo, leamos y disfrutemos este
trazo escritural, contenido en la obra “La Sirena de Pedernales”, de nuestro
insigne d. José Balza, Individuo de Número de la Academia Venezolana de la
Lengua:
“llamar a
esto solo una boca, cuando el río se abre hacia Pedernales y hacia Buja, y
cuando uno no tarda en costear la ruta de Wina Morena, qué locura. ¡Pocas veces
el río es tantos ríos revueltos como ahora!” Así pensó el negro Matías
Maguilbray, imaginando a Francisco Gibory tranquilazo en su casa…En Pedernales
lo espera Cara é Palo, ese amigo bromista y trabajador…El ruido del motor es un
débil quejido. Los relámpagos acentúan la oscuridad. Algo le dice que está en
el centro, capeando los mosures, el violeta engañoso de los troncos y las
flores flotantes. Al comienzo el viento lo ayuda, abriendo grietas, dentro del
aguacero…”
Apreciemos, también, la densidad crítica y
pedagógica, en el hermoso texto “Guarao versus Wáraw”, del misionero y escritor
d. Julio Lavandero Pérez (+): “Resulta
que últimamente a nosotros nos ha entrado el furor de un falso cultismo o un
imperdonable complejo de culpabilidad y nos ponemos a escribir Warao, Wayo y
Arawaimujo. A quienes utilizamos nuestro idioma guarao, como cultura,
idiosincrasia e identidad propia nos duele hondamente; porque en el alfabeto de
estos aborígenes, pobladores ancestrales no existe la letra w, es sólo una
abstracción gramatical; y yo no estoy pontificando, desde un conocimiento
especulativo fonético.”
Los vocablos una vez que se hacen cotidianos en
el uso y acervo popular son asimilados y recopilados en los diccionarios de
regionalismos o contrastativos; es decir, acopiados en unos inventarios de
léxicos, propensos a constante actualización y comparaciones entre regiones.
Por eso queda plenamente justificado el hecho
que la manera de expresarnos los deltanos nacidos y asimilados, no constituye,
para nada, algo peyorativo o extravagante.
Preste mucho atención a esto, que seguramente compartirá con
regocijo. Difícilmente alguien que no haya nacido o vivido en el Delta del
Orinoco podrá conseguir significados o referentes inmediatos de algunos
vocablos del breve párrafo siguiente, de mi autoría: “El Maraisa, con su cachimbo, canaletea en el balajú, con una chorrera
de jabaos, entre Guara y Macareo. Aunque el agua, con mucha bora, le llega
hasta los ñeques no teme a las marejadas; él dice que tiene añacatales
patroleando; por eso, muy extraño resultará que se trambuque. Marcos Bello lo
invitó a que caminara el pueblo; porque estaba más pegao a su bodega que Concho
y Vitorino.
Apenas lleva a bordo
una guitarrilla, yuruma, sumbí sacaíto de la macolla, una bola pisada, un
tamborín y un pedazo de cagalera.
Tienen pensado saltar
a un costo alto, guachapiar un monte, para montar el canarín sobre tres topias
y cocinar churrunchos, pechitos y domplinas, sin mucha humatana. Uno de los
carajitos, que a veces se pone carratatero, iba más contento que picao de raya,
porque llevaba un volador y tetas.
Le escuchamos decir al
despedirse de la gentará que promete regresar por la “ramfla” de Pueblo Ajuro,
cerquita de Las Juajuas, a tiempo para besar la mano; esperar a otro hijo que
hoy lo sueltan temprano, y moverse en el cambulé, aunque sea guaraliao; pero
pendiente porque a veces allí se arman unas chismeras”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario