Rebrote de
incurables enfermedades de transmisión textual
Dr. Abraham
Gómez R.
Miembro de la
Academia Venezolana de la Lengua.
Aunque la sociedad se encuentre masculinizada, las mujeres requieren de
nosotros -hoy tanto como ayer- una nueva mirada sociohistórica; por cuanto,
reconocemos que se ha vuelto indetenible la presencia de la mujer en las más
disímiles disciplinas profesionales y áreas de conocimientos. La mujer vive en
constante y maravillosa superación.
Las mujeres han venido asumiendo elogiosas responsabilidades, tal vez
“lentamente”, pero con fundamentación y sostenibilidad.
Este es el siglo de las mujeres, no caben dudas. Es su tiempo de
triunfos.
En bastantes partes del mundo se ha venido adelantando una especie de
“excavación en la historia”; un asunto casi de “arqueología social” con el fin
de hacer los hallazgos del legado inmarcesible de las mujeres, de extraer sus
palabras y sus obras. Para que ellas digan, en la contemporaneidad, lo que
intentaron decir y no pudieron; para que sus voces sean escuchadas. Proceso de
justa reivindicación para ellas.
Sin embargo, aprovecho de invitarlos para que prestemos atención a lo
siguiente: cuando estudiamos el Género
Gramatical nos conseguimos que atiende a estructuras complejas
morfo-sintácticas concordantes; es decir, propiedad de los sustantivos y de ciertos
pronombres, por cuyas especificidades se hace posible clasificarlos en
masculinos, femeninos y en neutros; este último, en caso muy concreto en
algunas lenguas.
Oportuna advertencia. El Género
Gramatical no tiene nada que ver con sexismo, ni con genitalidades o
ubicaciones por “diversidad de gustos" de cada quien. Eso es otra cosa.
¿Qué se busca con tal esquema o
criterio de ordenación del buen uso del Género Gramatical? Digámoslo directamente,
que haya exquisitez, economía y transparencia en el vocablo utilizado, en la
frase construida y en el texto o discurso. Elegancia en los actos de habla y en
toda la comunicación.
Si admitimos que a través del Género Gramatical nos guiamos para el orden
sintagmático que deben seguir las palabras, evitemos caer en la trampa de las
dobles consideraciones al momento de mencionar lo masculino y lo femenino. Eso
es innecesario y redundante.
Nuestra Real Academia Española ha fijado posición determinante al
respecto.
Tenga en cuenta que por muy buenas intenciones que usted abrigue o
quiera dársela de “moderno, fino o actual” no hace inclusión de lo femenino en
la sociedad, ni reivindica a la mujer con decir: muchachos y muchachas, ellas y
ellos, estudiantes y estudiantas, todas y todos o poniendo arrobas (@) en los
escritos para abarcar ambos géneros de una sola vez. Esa doble mención del género
resulta una insoportable galimatías.
En el castellano-español basta únicamente el sustantivo con el cual
usted mencione tanto lo masculino como lo femenino, si tal sustantivo varía
sólo en las letras (a) y (o).
Por ejemplo: si dice diputados y niños (allí están contenidas también
las diputadas y las niñas); pero si dice hombres debe mencionar mujeres; si expresa
caballeros, también debe mencionar damas; porque, en estos últimos casos, las
palabras hombres y mujeres; caballero y dama varían mucho más que la letra
terminal (a) y (o).
Bastantes veces por pretender enarbolar falsos feminismos se cometen
tamañas barrabasadas. Así también, alguna gente --por querer aparentar ser incluyente, abarcativo o populista con sus palabras-- pronuncia
la desfachatez siguiente: participantes
y participantas, concejales y concejalas, alférez y alfereza, oficinistas y oficinistos,
periodista y periodisto, títulos y títulas (como dijo, recientemente, un
ministro) camaradas y camarados, asistentes y asistentas; y por esa ruta distorsionada y ridícula se
termina por ofender o poner en entredicho el verdadero valor de las mujeres en
nuestra sociedad.
Hay que respetar las normas establecidas en la lengua que poseemos para
expresarnos.
Nuestro idioma, no obstante, sus muchas imprecisiones y aspectos
mejorables, sostiene elementos que han sido sometidos a reglas; que son
aceptados por tácitos convencionalismos o por uso rutinario y tradición.
Si cada quien va a hablar como
mejor le plazca, imagínese en qué va a parar el asunto; además, eso parece que
se contagia como una “rara enfermedad”.
La lengua es una entidad social, y ha adquirido -de modo implícito- sus propias normas y desenvolvimientos.
Entonces, La persona escoge si quiere escribir o hablar al garete. El
hablante decide en su libre albedrío cómo quiere conducirse lingüísticamente.
Su comportamiento debe atenerse, entonces, a las críticas y demás consecuencias.
Es su propia determinación expresiva, para bien o para mal, lo que le
proporcionará identificación y personalidad en la sociedad.
Cada vez se hace más protuberante e insoportable escuchar a quienes se
suponen deben conducir los destinos de la Nación –con sentido
pedagógico—pronunciar vocablos con trasnocho y antojo, como se les ocurre y
viene en ganas.
Tal práctica deleznable se ha ido propagando (y contaminando) entre los
intersticios de algunos sectores políticos.
Todavía resuena aquella hermosa
expresión de Heidegger “La lengua es la
morada del ser”; con la cual nos ha querido señalar, desde siempre, que la
base sustantiva de lo que eres reside
en el uso que hagas de la lengua, hablada o escrita.
Cada ser humano define su esencia de lo que es a partir de la
constelación del vocabulario que defina y sea capaz de desarrollar, de
comunicar: lenguaje escrito, gestual, oral; de los cuales dependen las dimensiones
educativas, artísticas, científicas, económicas, filosóficas, deportivas, entre
muchas otras.
La lengua aloja a nuestro Ser; porque, todo lo que comunicamos reside en
nuestros pensamientos. Si lo hemos pensado y estudiado bien, lo diremos bien.
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