Descubrimiento de América por
Serendipia
Dr. Abraham Gómez R.
Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua
La comunidad universitaria continúa admirando las virtudes intelectuales
de Rigoberto Lanz: insigne epistemólogo venezolano, de cuyo elogiable texto “Las
palabras no son neutras” nos nutrimos, para intentar darle forma y contenido a nuestra
modesta reflexión.
Hay bastantes opiniones, de quienes hemos compartido ámbitos académicos,
coincidentes en señalar que las dos mayores
virtudes que cultivó el maestro Lanz a lo largo de su existencia, son las que
nos permitimos describir de seguidas: sabía
admitir con respeto las opiniones que provenían en sentido contrario; al
tiempo que procuraba pesquisar una arista provechosa de cada palabra antagónica
proferida, para hacer brotar después, desde su proverbial e iluminada intuición
una síntesis superadora de ideas.
Tenía una grácil manera de “construir en caliente”; pensar
sobre la marcha elementos discursivos para reforzar lo que deseaba decir, con
demoledora elegancia.
Por muy distraído que alguien se encuentre, siempre al
momento de escoger un vocablo para dar cuenta de lo que quiere expresar, subyace
una marcada intencionalidad, buscando que surta un efecto. Para que cause
emocionalidad.
Entendemos que al decir algo, lo propiamente locutivo, que además vale como:: pronunciar
determinadas palabras, con énfasis
fonético; va a adquirir en la segunda fase denominada ilocutiva, el valor
atribuido o la reacción esperada por parte del receptor; cuyo círculo se cierra
con los efectos y las consecuencias logradas en la tercera etapa, llamada
perlocutiva.
Esta interesante tríada: locutivo, ilocutivo y perlocutivo
constituyó el denso y reconocido trabajo teórico, de los actos de habla, del
semiólogo ingles J. Austin; desde cuyo enunciado, esencialmente, ya uno devela
hacia dónde conduce, cuando pregunta: “cómo hacer cosas con las palabras”.
Seguramente, Austin y seguidores, estaban conscientes que las
palabras poseen en sí mismas cargas axiológicas y pedazos de historias
acumuladas, que al emplearlas en textos hablados o escritos afloran e irrumpen
con fuerzas.
Escojamos, a manera de ejemplo, el término serendipia, que
nos resulta curioso, por lo inusual. A veces la serendipia pasa desapercibida;
sin embargo, en incontables ocasiones nos deslumbran sus develamientos.
Una serendipia viene a ser un hallazgo maravilloso o
desafortunado, pero ambos son productos del azar. Digámoslo así: usted no lleva
la intención de encontrar algo, y por pura casualidad o accidentalmente lo
consigue.
¿Cuál es la carga valorativa, histórica; cómo y dónde surge
tal étimo?
Hallazgos documentales nos hacen pensar que viene desde muy
lejos, y además antiquísimo.
Serendip era el nombre
antiguo de Ceilán (país asiático denominado ahora Sri Lanka). Allí, según el
escritor inglés Horace Walpole (quien acuña el término) asume como basamento
para su construcción lexicográfica el famoso cuento persa “Los tres príncipes
de Serendip”, donde se relata con fascinación las aventuras del trío de
sucesores del monarca, quienes poseían extravagantes y extrañas posibilidades adivinatorias
con lo cual descubrían cosas inimaginables, algunas por accidente, y otras, en
su mayoría, por sagacidad.
Así quedó entonces admitida la palabra serendipia, para la
posteridad, y todo lo que ella deja para la imaginación.
Una palabra originaria nuestra similar, un venezolanismo,
sería “chiripa”.
En los hallazgos
científicos hay mucha serendipia de por medio. El principio de Arquímedes, La
penicilina, la viagra, los rayos X, las papas fritas, el microondas.
Sí, inventos interesantes, coincidenciales, accidentales e
inesperados.
Nos preguntamos, casi que con ingenuidad: ¿Acaso el “Descubrimiento
de América” no se dio por casualidad, una serendipia, o por pura
“chiripa”?
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