Les da igual ser corsarios que
piratas
Dr. Abraham Gómez R.
Miembro de la Academia Venezolana de la
lengua
Los franceses han tenido la exquisita condición de ser y aparentar
finezas.
Los galos, como también se les ha reconocido en el mundo entero, se
caracterizan por manifestar diligencias (e inteligencias) para crear palabras,
que no lastimen sensibilidades. Tejen un discurso pleno de hermosura; pero
contenido de vocablos que fracturan rocas.
Prestemos atención a lo que nos refiere esta narrativa sociohistórica:
a los franceses se les atribuye la autoría de la expresión “patente de corso”,
la cual ha sido suficientemente conocida por la humanidad.
El registro etimológico que uno le puede hacer al término francés
course, es que procede del latín cursus; que lo hemos castellanizado como
carrera, también empleada como corso, en el sentido de persecución y saqueo de
naves llevado a cabo por civiles; autorizados, debidamente, mediante una carta
(patente) por un gobierno específico contra sus potenciales enemigos en altamar.
Al lanzarse a la navegación, los corsarios (que no eran tampoco
ningunos santicos) portaban tal documento oficial para presentarlo; es decir,
hacerlo patente al momento de acometer sus saqueos y tropelías contra otras
embarcaciones; acciones encubiertas bajo un vergonzoso manto de presunta
legalidad.
Tal vez allí radicaba la difusa diferencia teórica entre corsarios y
piratas.
Los primeros tenían permisos reales concedidos; mientras que los
segundos actuaban, igual de sanguinarios, robaban, saboteaban el tráfico
marino; hundían naves con la misma fiereza, pero sin oficios ni licencias que
los avalaran.
Corsarios y piratas cometían con ensañamiento las más crueles destrucciones,
bajo el calificativo de acción de guerra, contra los enemigos.
¿Qué ganaban los gobiernos, con habilitar barcos corsarios?: protegían
sus envíos por los océanos, gozaban del uso seguro de una armada sin que les
costara nada la construcción de barcos, tampoco el reclutamiento de
tripulación, ni gastos en armamentos. Los corsarios salían por su cuenta y
riesgo; pero, el gobernante que concedía la patente tenía derecho a parte de
los beneficios obtenidos.
Llegado hasta aquí el relato; uno no resiste la tentación de conectar
aquellos hechos indiscriminados, protagonizados en la Edad Media y bastante
entrada la Edad Moderna, con lo que en esta hora aciaga padece Venezuela.
Resulta una abominación el modo cómo el régimen, a través de empleados
corsarios o funcionarios piratas, se van apoderando de los recursos,
organismos, estructuras de la administración pública o privada.
Civiles y militares actúan con la misma intencionalidad y propósito.
Son rapaces hasta la insaciedad.
Cuando cometen los actos de pillería exhiben, como “patente de corso”,
el oficio donde los designan para tales cargos. Actúan, desvergonzadamente,
contando con el respaldo de una camarilla o cártel de
cómplices.
Se han lanzado a una especie de saqueo y voracidad total al erario de
la Nación.
Hemos escuchado con perplejidad la ominosa expresión “dando y dando” de
quien está haciendo el abominable papel de “monarca de hoy”, quien ha
reconocido (en el propio congreso de su partido) que han fracasado como
gobernantes, y el descalabro de su modelo político.
Qué nos toca inferir, sin
mayores dificultades, que a corsarios y piratas, desde las alturas del poder,
se les permite apropiarse de cualquier manera de un botín para sí y para la
revolución. Ejemplos: Agroisleña, Banesco, Avensa, La Francia, Hotel Caracas
Hilton, Aceite Diana, Lácteos Los Andes, Café Fama de América, Venetur, Teatro
“Teresa Carreño” entre muchas otras empresas privadas, que corrieron tan
trágicos destinos.
A estos corsarios y piratas tropicales, la revolución los adoctrina
para que actúen en consecuencia, bajo una serie de condiciones, por cuanto son
acólitos, instrumentos y agentes al servicio del régimen.
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